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Hay lugares de los que nunca se vuelve

De los que se quedan impregnados en la memoria o en la retina, como si esos momentos nunca se acabaron. Los lugares que no dejamos se vienen con nosotros en todas partes.

No importa cuanto tiempo haya pasado, siempre se puede volver en ellos. Con una foto, una frase, un paisaje, una mirada, un rostro familiar o quizás solo dejando volar la mente. El que se hayan quedado contigo no siempre significa que sean momentos que te hirieron o te endurecieron, sino que causaron una pausa en el ritmo frenético de la vida y la prisa de tocar el momento siguiente, de retener algo nuevo.

Como los regalos apreciados, los lugares de los que nunca se vuelve se amontonan en la mente y en el corazón como la lluvia, sin dejar rastros visibles, pero capturados como cuadros vivientes que pueden resucitar en cualquier momento ante tus ojos.

Leyendo esa frase en el libro de Arturo Perez Reverte me hizo reflexionar en su sentido profundo. Son ratos suspendidos pero llenos de vida, de colores, de alegría o de tristeza, pero siempre significantes.
La edad, el lugar en el que vivimos o las dificultades de la vida pueden influenciar cuales son esos lugares que recordamos con frecuencia, pero los que nos marcaron la vida seguirán allí para poder rozarlos con los pensamientos y la imaginación en el momento adecuado.

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Recuerdo uno de esos momentos que me parece a veces como envuelto en luz dorada. Se trata de la fiesta con mis compañeros de escuela en el fin del ciclo de los cuatro primeros años de estudios. No me viene en la mente la cara de todos los niños, ni siquiera la mía en particular, pero si puedo escuchar la risa de todos, el juego cuando nos escondíamos entre los árboles en el bosque, porque la fiesta fue organizada entre las cabañas de un pueblo con vegetación casi mágica.

También veo mi vestido, el color del mar que ha sido mi favorito justo desde entonces. Asocio el color turquesa con la alegría, el ánimo de ver el lado bueno de las cosas, con la belleza y con el brillo del sol poniente de ese día. De una manera es cierto decir que nunca volví de ahí porque ese momento lo recuerdo nítidamente y no se trata solo de los detalles sino del efecto de esa imagen. Es un antídoto por los ratos difíciles y para vencer los obstáculos.

En el diario del alma no hay distancia ni límites que superen la imaginación

El otro momento del que nunca volví es la tarde de verano con luz dorada que compartí con mi abuela. Nos tomábamos el té y hablábamos de los vecinos y del libro que estaba leyendo. Esas tardes de platicas relajadas en las que sonreíamos muy seguido y el rostro de mi abuela se iluminaba con su mirada azul me permanecen en un rincón muy especial del corazón. Es que eso es lo que me acuerdo cada vez que pienso en ella, sus ojos como la flor nomeolvides. Cuando me veía se transformaba de repente y era como si estaba mirando algo que la hacía plenamente feliz.

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Esa es mi mejor versión de mí, la que pude ver en la sonrisa de mi abuela

No creo que haya tenido nunca la oportunidad de ver eso en otra ocasión. Como mi más simple gesto y a veces sin hacer nada pudiera hacer a alguien tan feliz que nada importara.

También mi abuelo me dejó lugares inolvidables en los cuales sigo hasta hoy

Fueron los momentos en cuales hacíamos pasta con miel y nueces y las tardes cuando me despertaba de la pequeña siesta y me esperaba con pan con mantequilla. Me acuerdo muy bien como ponía la mantequilla congelada pero el aroma nos gustaba más así, sin dejar que se convirtiera en pasta. No se cómo pasó pero nunca se entrometió nadie en esos momentos, ni siquiera paso por la cocina cuando comíamos.

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Luego los viajes con mi primo y mi abuelo en las colinas alrededor de mi ciudad cuando tomábamos un camino largo y pasábamos por múltiples bosques, encontrábamos hongos si pasábamos el río más amplio que yo conocía por ese entonces. El lugar dónde me quedé fueron las colinas de la otra orilla del río con muchas hojas de otoño, en tanta cantidad que cuando corría me quedaba atrapada con la mitad del cuerpo entre ellas. Era como un cuento de hadas, la magia del sol cuando miraba para arriba entre los árboles y el tapiz crujiente como una manta suave y crujiente de hojas que escondían otro mundo.

Allí sigo hasta hoy corriendo y descubriendo nuevas zonas con sol un poco más intenso y con los colores de rojo, verde, amarillo, púrpura y un poco azul de las hojas que nunca acaban de susurrar cuentos del viento.

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Veo la casa de mi abuela quedándose atrás sin ella

Los lugares en que nos quedamos para siempre no son siempre felices. Uno de los que me marcó es cuando mi abuela se murió y estábamos todos listos para irnos al cementerio detrás del ataúd. No había llorado hasta entonces, pero justo en la puerta del patio cuando mire atrás entendí que la casa nunca iba a ser la misma que estaba dejándola para siempre.

Y fue esa despedida más triste que el hecho de no volver a verla porque sabía que esa casa era una parte de ella, que cada rincón reflejaba su personalidad y sus ganas de vivir y ayudar a la gente, de tranquilizar y dar un nuevo aliento a las esperanzas.

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Mi alma está aún muy cerca del Cabo Sounion

La puesta del sol en ese lugar de Grecia, el templo que está allí y el almuerzo que tuve en ese lugar son grabados en mi memoria. Todavía puedo recordar los detalles de cómo me sentí al ver el verde y el azul del mar y cuando miré desde muy alto, de la terraza del restaurante que está situado allá. Es parte de mis sueños y de mi realidad, parte de mí, el sonido del mar, las voces de las personas que hablaban en griego, la alegría general, la yerba que encontré caminando hacia el templo y los colores del mar cuando encontraban la orilla muy por debajo de donde estaba yo.

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Quedarse no significa perder algo. Es ganar emociones, saber valorar los momentos únicos en la vida

Una parte de mi se queda en esos lugares, pero no es porque he perdido algo de mi misma sino que siempre cuando vuelvo a encontrar esos momentos me alimento de fuerza y energía para seguir adelante. Nadie permanece suspendido aunque quisiera eludir el presente. Los lugares de los que nunca volvemos no atrapan una parte del alma.

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Nos hace bien permanecer allí porque nos ayudan a recordar que existe la felicidad, la bondad, el cariño y la amistad. Al mismo tiempo nos hacen más objetivos y transforman nuestra mirada para poder ver más allá de las apariencias y reconocer las buenas intenciones, la afición en común y cada persona que puede hacer vibrar el alma en consonancia.

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